(Anónimo)
Es la historia de una mujer, esposa y madre de cinco hijos, a la
que la vida parecía sonreírle. Una alegre familia numerosa que vivía sin
excesos pero también sin demasiados aprietos. Todo se truncó aquel fatídico día
en que falleció su marido. A la tristeza que la invadió vio sumarse infinidad
de desgracias. Con cinco hijos a su cargo, no dudó en ponerse a trabajar para,
así, poder atender sus necesidades y salir adelante. Decidió luchar.
Encontró un trabajo, como limpiadora, a 1000 kms de su hogar y
no dejó pasar la oportunidad, llevándose consigo a sus más pequeños. Al poco
tiempo, empezó a recibir notificaciones y requerimientos, a los que siguieron
embargos por negocios en los que jamás participó. Y todo cobrando una nómina
que apenas superaba los 600 euros. Su marido había firmado por ella contratos,
avales y demás papeles que la obligaban a afrontar el pago de deudas que jamás
podría satisfacer.
Una presión, física y mental, inaguantable comenzó a invadirla.
Sus 55 años comenzaron a pesarle como losas y la fatiga le pasaba cada día más
factura por los esfuerzos que tenía que realizar para cumplir con su trabajo y
no desatender a los suyos.
Terminó sufriendo un infarto y dos anginas de pecho. No podía
más.
Tuvo que pelear para que le reconocieran la incapacidad, que
consiguió tras dos años de bajas laborales y más infortunios, como la pérdida
de sus padres y un desahucio.
Su pensión apenas superaba los 400 euros, y los acreedores,
entre ellos administraciones públicas, no cejaban en su empeño de cobrar lo
que, según ellos, les debía. En ocasiones, sumida en la vergüenza, tuvo que
recurrir a la buena voluntad de algún conocido porque un organismo público,
haciendo gala de una lamentable contumacia, le embargaba la cuenta donde
ingresaba aquellos poco más de 400 euros de pensión. No tenía más ingresos. Sin
embargo, a aquellos acreedores poco o nada les importaba.
Pero, gracias a la incapacidad que consiguió que le
reconocieran, pudo volver a su hogar, y reunirse con todos sus hijos. Alguna
leve sonrisa se dibujaba, a veces, en su cara.
Y entonces fue abuela. Y ese día fue feliz, realmente feliz. Su
pesadumbre pasaba a un segundo plano. Tenía 58 años. Parecía que la vida hacía
las paces con ella, pero no fue así. Porque la vida se muestra especialmente dura
con algunas personas, a las que devuelve un castigo ante la más mínima alegría.
En un visita casi rutinaria al médico recibió una demoledora noticia: tenía
cáncer.
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Como profesionales sanitarios, no tenemos que conocer las
vicisitudes de quienes acuden a un centro de salud o un hospital. Desde luego,
no estamos obligados a ello. No tenemos que involucrarnos en las vidas de los
pacientes. Eso es así y no cabe discusión al respecto. Pero, siendo eso cierto,
la humanidad en la asistencia ayuda a dibujar una sonrisa incluso en aquellos
que perdieron la esperanza de vivir la vida sin sufrimiento.
En su lucha contra el
cáncer, ¿sería positivo que a aquella mujer le preguntáramos, con un sonrisa,
no sólo por su estado sino por su nieto? ¿Se imaginan?
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